Eva Clarke vio la luz en una carreta llena de mujeres muertas. Su historia y las de otros nacidos en el campo nazi se narra en un libro.
Josef Mengele retorció los pechos de Anka Nathanová para comprobar si estaba embarazada. Los 30 kilos que pesaba cuando entró en Auschwitz impidieron que descubriese el feto que llevaba en sus entrañas. Su hija, Eva Clarke, llegó al mundo en una carreta llena de mujeres muertas o enfermas de tifus a las puertas de Mauthausen, adonde fue trasladada su madre desde el campo en Polonia tras viajar durante 16 días en uno de los trenes de la muerte, comiendo apenas unas migas de pan y bebiendo unas gotas de agua. Envolvió al bebé en papeles de periódico y así estaba cuando los soldados americanos liberaron el campo de concentración. Con esta dramática historia, cualquiera podría pensar que la sonrisa no aflorase nunca en su rostro. Sin embargo, Clarke sonríe y sus intensos ojos azules se iluminan cuando habla de Anka. Aprendió a no odiar de su madre, una mujer, según la describe su hija, “fuerte, luchadora. No quiso nunca que el odio se apoderase de ella porque un sentimiento así se lleva lo bueno que hay en el ser humano y se apodera de ti. Ella decía que no había tiempo para lamentaciones cuando tienes que criar a un bebé”. Anka Nathanová se licenció en Derecho por la Universidad Carolina de Praga antes de ser deportada al campo de concentración de Theresienstadt, en Austria, y de allí a Auschwitz. Murió a los 96 años.
Esta historia, junto a las de Hana Berger y Mark Osly, otros dos bebés que nacieron y sobrevivieron en un campo de concentración, son las que cuenta la escritora Wendy Holden en la novela Nacidos en Mauthausen (RBA). La obra es un homenaje a la vida de Priska Löwenbeinová, Rachel Friedman y Anka Nathanová, tres mujeres que parieron a sus bebés escondiéndolos de los alemanes y los mantuvieron vivos hasta la liberación de los campos. Clarke siempre quiso que el mundo conociese la historia de su madre: “Fueron mujeres que sobrevivieron a las circunstancias más adversas. Ella solía decir que la vida no te dé todo lo que puedes soportar. El ser humano lucha frente a todo, y más si tiene un hijo al que proteger”. El destino de las mujeres embarazadas en los campos estaba claro: la cámara de gas o los experimentos de Mengele.
Nathanová educó a su hija en el respeto a los demás, le enseñó a no juzgar a todos por igual. Ella aprendió bien esta lección de vida. “Cuando era joven llegué a tener tres novios alemanes, pero no todos al mismo tiempo. A mis padres no les hacía ninguna gracia, me lo dijeron después, sabían que si se oponían iba a ser mucho peor. Además a mis abuelos tampoco les gustó la relación de mi madre con Bernhard Nathan, un judío alemán empleado de los Estudios Cinematográficos Barrandov, mi padre”. Clarke cuenta que en el entorno familiar jamás se habló de venganza hacia los autores de sus desgracias. “Mi madre lo único que reclamó siempre fue justicia. Quería que todos aquellos que habían sido responsables del Holocausto judío fuesen juzgados y cumpliesen condena”. Wendy Holden puntualiza que de los tres bebés nacidos en campos de concentración, Mark Osly, trasladado a Israel después de la guerra, fue el único que creció con odio.
Clarke se considera una mujer afortunada. “Cuando alguien es capaz de sobrevivir en las circunstancias más adversas es que la suerte está de tu lado. No todos pudieron recorrer el mismo camino que yo, muchos se quedaron en los trenes, en las cámaras de gas o en los barracones. Todavía hoy hay muchos seres humanos que mueren en guerras y son presas de la esclavitud moderna. Las mafias que trafican con seres humanos apresan aquellos que son más débiles y siguen sometiendo al individuo bajo su capricho. Desde mi experiencia de haber perdido a muchos familiares sigo diciendo que no hay que tener miedo al otro por ser diferente. El miedo es lo que nos lleva a cometer atrocidades”.
Publicado en El País
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