Dice Jostein Gaarder que “el ser humano no vive sólo de pan. Necesitamos amor y cuidados, y encontrar una respuesta a quiénes somos y por qué vivimos”. Y tiene toda la razón. Es más, hoy en día nadie pondría en cuestión la afirmación de que el desarrollo de los pueblos está íntimamente ligado a las posibilidades de medrar de los individuos, a la capacidad potencial de cada miembro de una colectividad de tener una vida mejor, en todos los niveles, que la que tuvieron sus padres o sus abuelos.
Sin embargo, hasta hace bien poco esta afirmación, no sólo se cuestionaba, si no que tan únicamente un minúsculo grupo de pensadores y economistas la exhibía como su estandarte, como su caballo de batalla. En efecto, desde la década de los años 40, época en la que podríamos situar el despegue de la denominada teoría económica del desarrollo (es decir, la rama de la economía que se ocupa de la mejora de las condiciones en países con bajos ingresos), ésta estuvo dominada por corrientes utilitaristas, que ponían el acento en el enriquecimiento material, en el incremento de la producción de bienes y servicios per se, como clave del desarrollo económico de un país, que reduciría su nivel de pobreza e incrementaría el bienestar general de la población. Esta concepción netamente materialista pronto se elevaría al nivel de dogma incuestionable y, durante años, toda la teoría económica del desarrollo estuvo impregnada de esta visión; hasta tal punto que, los escasos disidentes existentes dentro de la teoría nunca llegarían a cuestionar realmente la prioridad del incremento de la producción de bienes y servicios dentro de toda estrategia de desarrollo, centrándose los debates en la mejor forma de acelerar dicho incremento, sin plantearse siquiera otras alternativas.
Tendríamos que esperar hasta los años 80 para comenzar a encontrar voces que pusieran en tela de juicio este aserto. Sería a finales de esta década cuando numerosos expertos procedentes de instituciones internacionales como la OIT, o programas de Naciones Unidas como UNICEF o el PNUD comenzaran a reclamar insistentemente un cambio en las estrategias globales de desarrollo, apostando por el conocido como “paradigma de desarrollo humano”. Los apóstoles de esta nueva visión, entre los que podríamos destacar a Amartya Sen o Mahbub ul Haq, apostaban por el capital humano como pilar del crecimiento económico, desechando las premisas utilitarias anteriores y cuestionando que el medio para alcanzar el desarrollo fuera la acumulación de capital físico, es decir, la inversión en instalaciones industriales y bienes de equipo. Al contrario, defendían la necesidad de abandonar la prioridad del incremento del PIB per se en las estrategias de desarrollo económico, acometiendo una redistribución de la renta, y utilizando en favor de la población más desfavorecida parte del producto adicional creado por el proceso de crecimiento, invirtiendo en activos de especial importancia para ellos, entre ellos, y de forma muy especial, la educación. Así, la teoría económica del desarrollo comenzaría a pivotar hacía el antropocentrismo: a partir de ese momento, las personas pasarían a ocupar el centro del escenario convirtiéndose, simultáneamente, en objeto de las políticas diseñadas e instrumento fundamental de su propio desarrollo y aplicación.
El desarrollo humano comenzaría a copar los debates sobre desarrollo tras la llegada, en 1989, de Mahbub ul Haq (ex-ministro de finanzas de Pakistán y ex-economista jefe del Banco Mundial) al PNUD como Asesor Especial del Administrador General de este programa de Naciones Unidas, logrando el respaldo de la agencia al concepto de desarrollo humano. A partir de 1990, el PNUD comenzaría a publicar anualmente un Informe sobre Desarrollo Humano, que desarrollaba el concepto de desarrollo humano e intentaba demostrar a los responsables de diseñar las políticas de desarrollo cómo podía traducirse la estrategia en términos operativos. Y para sustentar sus recomendaciones, comenzaría asimismo a elaborar indicadores que midieran áreas consideradas fundamentales para el desarrollo humano, entre los cuales pronto destacaría el Índice de Desarrollo Humano, que se convertiría inmediatamente en un indicador alternativo de desarrollo (en oposición al PIB per cápita) ampliamente aceptado.
La publicación de los informes sobre IDH (así como de la elaboración del indicador del mismo nombre) colocaría la cuestión del desarrollo humano en la agenda de numerosos gobiernos e instituciones internacionales; y sería el pistoletazo de salida para la elaboración de numerosos índices que, además del desarrollo, tratan de medir cuestiones consideradas como intrínsecamente relacionadas con el mismo, como son los derechos humanos, la paz o el militarismo, entre otras problemáticas. Así, indicadores como el Índice Global de la Paz o el Índice de Pobreza Humana tratan de enmarcar un determinado fenómeno bajo un parámetro común que permita la comparación entre países, obteniendo una visión global de la temática e identificando los factores que promueven el cambio, todo ello con el fin de conocer si se avanza o se retrocede en su consecución; dejando así patente la tremenda utilidad de estas herramientas a la hora de realizar análisis exhaustivos, corregir errores, prever tendencias y establecer escenarios de futuro, orientando la elaboración de políticas dirigidas a la temática en cuestión.
Sin embargo, estos indicadores (incluido el IDH) también han dejado patentes sus carencias o limitaciones como instrumentos de medición de fenómenos relacionados con el desarrollo, tremendamente complejos y que a menudo desbordan el marco de estudio que los indicadores proponen. Resulta evidente que el uso de indicadores tiene sus límites: cuestiones como la subjetividad en los análisis, la escasez de datos en determinadas materias o la dificultad que presenta traducir el traducir en clave global índices recogidos en dimensión local o regional son cuestiones que limitan la efectividad de la medición realizada. De esta forma, los indicadores pueden estrechar la visión de la realidad o basarse en conceptos reduccionistas, que, sin embargo, luego demuestran tener una enorme influencia en la toma de decisiones políticas.
A pesar de todo, la elaboración de indicadores de desarrollo, paz y gobernanza han contribuido notablemente a la extensión y a una mayor visibilidad del paradigma de desarrollo humano, permitiendo a éste descender a la arena de las ideas frente a las visiones utilitaristas, todavía propugnadas desde el llamado “consenso de Washington”, representado en instituciones como el FMI o el Banco Mundial. Así, cada vez son más las voces que reclaman la promoción del gasto social entendido en términos de educación, salud y pensiones como pilares de la formación de un capital humano, de alta rentabilidad para las economías que apuestan por esta estrategia de desarrollo; cada vez son más las voces que reivindican la adopción de políticas redistributivas de la renta y de los recursos productivos, bajo la idea de que una distribución más igualitaria de los capitales natural y físico (a través, por ejemplo de medidas como el reparto igualitario de la tierra o la promoción de ayudas a pequeñas y medianas empresas) redundará en un mayor desarrollo humano y económico. Sin embargo, estos argumentos siguen siendo rechazados en gran medida por las instituciones económicas y financieras internacionales, que recelan de unas prácticas que, consideran, merman los incentivos, crean ineficacia en la asignación de recursos y reducen el ahorro.
Hoy en día el debate continúa, alentado por unos países emergentes que parecen estar dando un giro de 180º en sus estrategias de desarrollo económico: en China, ya en su discurso de investidura, Xi Jinping lanzó una proclama en favor del desarrollo sostenible y el fin de las desigualdades sociales; en Brasil, hemos asistido a masivas manifestaciones exigiendo mejoras en sanidad, educación y transportes, demandas que han sido acogidas por el gobierno de Roussef; y en India, cada vez son más las voces políticas que claman por una política firme y decidida de lucha contra la pobreza. La pujanza de estos nuevos actores en el escenario internacional ha supuesto un nuevo empuje del paradigma de desarrollo humano, que no sólo es capaz ya de bajar a la arena de las ideas, sino que parece estar ganando la batalla en el coliseo de la teoría económica del desarrollo.
Publicado por: Adrian Vidales
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