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Ingenieros y economistas, de Juan Manuel Kindelán en El Paí




Hace algo más de 50 años que ejerzo la profesión de ingeniero y, tras tanto tiempo, he aprendido a desconfiar de las doctrinas económicas. Los economistas conocen el lenguaje sacerdotal y, desde hace siglos, analizan inteligentemente el pasado a la par que muestran una cierta incapacidad para predecir el futuro. En algún caso, eso sí, han aportado recetas decisivas para paliar crisis espectaculares.
A lo largo de mi actividad profesional y política, he estado en estrecho contacto con los mejores economistas españoles de la segunda mitad del siglo pasado. He sido amigo íntimo de Mariano Rubio y Miguel Boyer; ambos me enseñaron muchas cosas, pero no siempre me convencieron. Aprendí mucho acerca de lo que no había que hacer, pero no tanto sobre lo que sí había que hacer. Mariano, eficaz enderezador de la crisis bancaria española, nos dejó ya lamentablemente. Miguel, físico además de economista, contribuyó a la reforma económica emprendida por Felipe González y, en la actual crisis, ha vuelto a defender con brillantez las tesis socialdemócratas.
Sea como fuere, en estos tiempos de crisis y continuos fallos del mercado, las empresas que evalúan la solvencia de las otras y aún de los Estados producirían risa si no infundiesen temores justificados. Aún tiene importancia su calificación de A o B y otras zarandajas que ahogan a los “mercados”, sin que nadie pueda luego pedirles cuentas de sus groseros errores. Por ello, me sorprende la fe de muchos, a menudo inteligentes y bien informados, que creen aún en la existencia de ese “mercado” racional. A mi juicio de modesto ingeniero, ese supuesto mercado sencillamente no existe.
Me parece que el “mercado” es excelente para la fijación de precios y tendencias a muy corto plazo, pero es totalmente ciego y un tanto idiota a medio y largo plazo. Por ejemplo, en lo que concierne a mi profesión, la energía, con inversiones a largo plazo, cambios bruscos en el entorno y fluctuaciones en las materias primas, poco puede ayudar a planificar el futuro la situación del mercado en un momento dado.
Por ello, en la crisis actual, no me parece acertado el símil del primer ministro sueco calificando a los que actúan en los mercados como “manadas de lobos”. Al contrario, las fluctuaciones del mercado me recuerdan a mis lecturas juveniles sobre el Oeste americano: la famosa estampida de las vacas enloquecidas que sin rumbo ni motivo arrasaban el entorno por donde pasaban. Claro que esas estampidas son compatibles con la acción de lobos marginales que pueden cobrarse unos cuantos terneros.
Quizá algunos de estos lobos sean poderosos inversores o agencias de calificación cuyo primer interés no es acertar en calificaciones individuales, sino en desviar hábilmente el rebaño de vacas locas hacía la dirección que más les conviniere.
Ante el desastre actual y su falta de racionalidad, uno tiende a refugiarse en sus ideas primarias y en seguir creyendo en la conveniencia de una suficiente e inteligente intervención pública. Solo el poder público, el Estado, es capaz de controlar a las vacas enloquecidas y facilitar un pastoreo más tranquilo. Solo él podrá modular la marcha de la economía a medio plazo, la energía, el desarrollo tecnológico, la disponibilidad de las materias primas, los transportes, el agua, etcétera. Todo ello me parece compatible con una economía libre de mercado, en el que este controle el día a día y permita a los consumidores su elección en cada momento.
No es mi intención adentrarme en el juicio de las medidas que el Gobierno ha tenido que adoptar recientemente empujado por las vacas locas y los lobos laterales. Otros con más datos que yo juzgarán acerca de su necesidad y eficacia, pero sí me atrevo a criticar la torpeza política con que han sido presentadas.
Quizá es de izquierdas no ser ambiguo y demagógico, pero también los malos tragos hay que adornarlos y es chocante que no se haya incluido ninguna medida que contente a los grupos socialmente de izquierdas.
Tampoco sé si no había otras alternativas que la brusca baja de ingresos de funcionarios y, eventualmente, de pensionistas. Quizá se podría ahorrar en otras partidas que afecten a toda la población, como sanidad u obras públicas, sin disminuir estas sino financiándolas fuera del presupuesto, ofreciendo ventajas a capitales no utilizados y disponibles en el país o el extranjero. También haría falta reducir algunas subvenciones.
Es de temer que la baja de percepciones y el aumento del IVA tiendan a deprimir aún más el consumo, motor del desarrollo que necesitamos, también, para disminuir el déficit.
Un apunte más sobre el esfuerzo tecnológico que el país necesita. Desde 1965, en que volví a España como joven investigador siderúrgico, he participado en políticas de mejora de este sector en el país. A lo largo de los años se ha hablado mucho por parte de los políticos acerca de la necesidad de potenciar nuestro poco brillante acervo tecnológico. Solamente en los últimos decenios se observa un cambio incipiente en el desarrollo tecnológico español. Pero es preciso que la crisis no lo ahogue. Es algo esencial, aunque no es solo cuestión de recursos económicos. El nuevo proyecto de Ley de la Ciencia apunta en la buena dirección pero tendrá también que ser apoyado con dinero real… Otro aumento del gasto.
Juan Manuel Kindelán, ingeniero de minas, es vicepresidente ejecutivo de la Fundación para Estudios sobre la Energía.

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