Artículo que publico en IBERCAMPUS en mi columna de opinión ECONOMÍA ZEN
El miedo es como una droga. Engancha como una droga, ofusca como una droga, se extiende socialmente como una droga. En dosis pequeñas el miedo resulta emocionante y en dosis grandes paralizante, pero siempre es tóxico y al final deviene venenoso, como un narcótico. Lo más pernicioso, sin embargo, es que en ciertos círculos la droga, digo el miedo, se considera de buen tono. Inyectarse una dosis de miedo social cada mañana es la mejor manera de percibir la realidad de manera distorsionada, exacerbar los prejuicios propios y sobrerreaccionar a los estímulos. Es verdad, claro, que un poco del sano temor natural que todos sentimos es útil y nos ayuda a mantenernos alerta, pero yo me refiero a otra cosa, a una sobredosis de pavor instigada deliberada, sistemática y artificialmente por algunos e inoculada sobre nuestra sociedad, con un efecto envilecedor, aletargante y adictivo. Es de esos traficantes del miedo de los que quiero hablar.
Ni el terrorismo ni la violencia social institucionalizada ni el uso político del miedo son fenómenos, como suele creerse, distintivos de nuestro tiempo. Ni siquiera son especialmente propios de los últimos 50 o 60 años. Como demuestró brillantemente el historiador británico Tony Judt en su libro ‘Sobre el olvidado siglo XX’, ese anhelo compulsivo de seguridad que algunas veces revela espasmódicamente la sociedad (miedo a la inmigración, a la pluralidad, a los demás, a los distintos) suele ser consecuencia de incitaciones al pánico coreografiadas o exacerbadas desde determinadas instancias sociales o por parte de líderes desmañadamente torpes o sibilinamente inicuos. Y en vez de aprender a vacunarse contra esos miedotraficantes, por alguna razón las sociedades democráticas caen una y otra vez bajo su embrujo, y cada vez creen que es la primera porque han olvidado las precedentes.
Observa Judt que “el miedo está resurgiendo como un ingrediente activo de la vida política en las democracias occidentales”, y que “pocos gobiernos pueden resistir la tentación de sacar provecho político de esta sensación”. Vientos populistas y reaccionarios que azotan Europa con el pretexto del miedo y la inseguridad (jornada laboral semanal de 60 horas, directiva de la vergüenza sobre internamiento durante 18 meses a inmigrantes irregulares, etc.). Pronostica Judt que “no debería sorprender asistir a una revitalización de grupos de presión, partidos políticos y programas basados en el miedo: a los extranjeros, al cambio, a las fronteras abiertas y las comunicaciones libres, a la expresión de opiniones incómodas (...). La política de la inseguridad es contagiosa”. Si Vicente Verdú identificó en su ensayo ‘El planeta americano’ cierto miedo patológico a los vecinos, al gobierno, a la pobreza, a los extranjeros y hasta a las catástrofes naturales como rasgo identitario de la sociedad estadounidense, en Europa hasta hace unos años estábamos relativamente libres de esa obsesión. Ya no.
Falta de memoria, a veces falta de información, casi siempre falta de apertura de espíritu. Esos son los ingredientes que necesita un desaprensivo mediático o un político torticero para sembrar la discordia en un colectivo a través del miedo. Vale decir, para empezar a narcotizar el cuerpo social. Siempre habrá un débil, un diferente, un ‘otro’ contra el cual montar una campaña de recelo, de odio o de eliminación. Pueden ser los de otra religión, contra los que no profesan ninguna fe, contra los extranjeros o contra los que alguien considere ajenos a ese vago ‘nosotros’ que algunos manipulan alegremente. O, en fin, contra cualquier colectivo fácilmente identificable y poco capaz de defenderse. Últimamente, en nuestro país se aprecia una presión creciente de esos mensajeros del miedo social o, mejor dicho, mercaderes del miedo, mercachifles del escándalo vano, la amenaza imaginaria, el escándalo de encargo o la histeria del trimestre.
El espantajo con el que se azuzan las pulsiones más primarias de la gente puede variar, porque en el fondo el mensaje de los manipuladores no es advertir de tal riesgo o tal otro, ni instigar tal o cual paranoia concreta: el mensaje es el miedo mismo. Miedo a los inmigrantes que presuntamente nos invaden. Miedo a los que están, al parecer, empeñados en romper España. Miedo a una crisis foránea que se convoca con alarmismos que causan un auténtico ‘efecto llamada’ a los problemas. Miedo a una inseguridad ciudadana que objetivamente no aumenta. Miedo a los separatistas que se supone que pretenden acabar con el castellano. Está por todas partes. ¿Recuerda la patraña de la España en almoneda, las burlas y gracias lanzadas contra las restricciones al tabaco, contra la emancipación de los jóvenes, contra la conducción tras haber consumido alcohol, contra los matrimonios homosexuales o contra las ayudas a los dependientes? ¿En qué quedó aquella vileza de acusar a las sudamericanas de hacerse demasiadas mamografías? Por seguir poniendo ejemplos del pasado reciente.
Todos esos huracanes prefabricados pueden amainar pronto, todas aquellas indignaciones de hojalata moral las puede barrer el sentido común de la mayoría de españoles.
Es y debe ser desde la POLÍTICA con mayúsculas, la que trabaja sobre la didáctica con ética y valores, la que trata de convencer y no de vencer, la que considera que desde una sociedad unida, informada y formada, con fuerza y ganas de avnazar se logran los avances sociales y se dejan de lado los miedos y a aquellos que pretenden engañar en base a estos.
Ya sabe Usted que se puede engañar a mucha gente algún tiempo, o a poca gente mucho tiempo, pero no a mucha gente mucho tiempo. Y para no ser engañados como sociedad lo mejor es la educación, la transparencia y el espíritu crítico.
Ya sabe Usted que se puede engañar a mucha gente algún tiempo, o a poca gente mucho tiempo, pero no a mucha gente mucho tiempo. Y para no ser engañados como sociedad lo mejor es la educación, la transparencia y el espíritu crítico.
Miguel Aguado Arnáez
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