Los alumnos de Robert Proctor están acostumbrados a exámenes sorpresa imposibles de preparar, ya que incluyen preguntas de lo más inesperado y ajenas a la materia: “¿Qué edad tiene la Tierra?”, “¿Cuántos millones hay en un billón?”, “¿Estás convencido de que los humanos comparten un ancestro común con los simios?”. Y es que a este profesor estadounidense de Historia de la Ciencia de la Universidad de Stanford le apasiona evaluar no sólo lo que saben los estudiantes sino, sobre todo, también lo que ignoran. Quizá por eso imparte cursos con nombres tan peculiares como El cambiante concepto de raza y El tabaco y la salud en la historia mundial. Guiado por lo que él llama “la última fantasía del aficionado”, Proctor pone en tela de juicio las falsas creencias consolidadas por la poderosa maquinaria global de la desinformación. Y no le asusta enfrentarse a un gran rival; lo demostró cuando decidió arremeter contra el imperio de las tabacaleras. Además de haber testificado en los tribunales contra estas empresas, ha escrito libros y artículos en los que desvela la información que poseen y las campañas millonarias que elaboran para limpiar su imagen. Y esta búsqueda de la honestidad intelectual es una actitud que Proctor lleva a cada ámbito de su vida. Sin ir más lejos, no se cansa de preguntarse por qué las ágatas únicas y raras que él colecciona resultan tan baratas, mientras que los diamantes, abundantes y homogéneos, tienen un enorme valor.
En mayo de 2008 se publicó su libro Agnotology: The Making and Unmaking of Ignorance(Agnotología: La construcción y destrucción de la ignorancia), coeditado con su mujer, Londa Schiebinger.
–¿Qué es la agnotología?
–Es el estudio de la política de la ignorancia. Investigo cómo la ignoracia se genera activamente a través de cosas como el secretismo en los avances científicos militares o por medio de políticas deliberadas. Es el caso del esfuerzo en generar confusión por parte de una industria del tabaco cuyo lema no es otro que “La duda es nuestro producto” (este fue explicado en detalle en la memoria de una compañía tabacalera de 1969). El conocimiento no siempre crece, también puede destruirse.
–¿La fabricación de ignorancia es un fenómeno frecuente?
–Sí, es bastante común. Uno de los casos más conocidos es el del calentamiento global. Los que niegan su existencia han repetido insistentemente durante años: “No está probado que se esté produciendo, necesitamos más investigación”. Piden mayor precisión, cuestionan los métodos físicos, idean posibilidades alternativas y crean cortinas de humo. Pero lo interesante es que muchas de las personas que están implicadas en esta campaña de desinformación son las mismas que también trabajan para las Big Tobacco –el término peyorativo para hablar de las grandes empresas tabacaleras–.
–¿De verdad?
–Sí. La industria del tabaco ha desarrollado y perfeccionado durante mucho tiempo las técnicas de fabricación de dudas, que después se han exportado a otros sectores. Hay cientos de empresas que hoy usan estrategias de confusión con la intención de minimizar sus riesgos económicos. Una de sus metas es cuestionar los datos proporcionados por las estadísticas. Y sus estrategias son muy poderosas.
–¿Qué relación existe entre la ideología y la ciencia?
–Las malas ideologías pueden producir buena ciencia, y viceversa. En mi libro The Nazi War on Cancer (La guerra nazi contra el cáncer), mostré que una ideológia espantosa es capaz de producir ciencia de primera línea. Y en mis estudios sobre los orígenes del ser humano demostré que el antirracismo progre también puede producir muy mala ciencia. Incluso los prejuicios más demenciales pueden contribuir al progreso científico. Por ejemplo, todos pensamos que los nazis estaban locos pero, como sabes, hicieron a veces ciencia extraordinaria, no sólo a pesar de su ideología, sino a causa de ella. Y eso sucede dentro de muchos grupos que se rigen por creencias firmes. Los creacionistas se dieron cuenta muy pronto del engaño del hombre de Piltdown, el descubrimiento en 1912 de la supuesta calavera de uno de nuestros ancestros, que 40 años después se demostró que era un cráneo humano unido a una mandíbula de simio; y eso fue porque, debido a sus prejuicios religiosos, rechazaban que fuese real.
–¿Qué otros casos recuerda de ciencia de calidad nacida de una ideología cuestionable?
–Por ejemplo, tendemos a olvidar que el primer vuelo espacial tripulado se produjo en pleno auge del imperio soviético. La arqueoastronomía maya también es interesante. En esta cultura, unas élites supercompetentes crearon una astronomía calendárica que se mezclaba con sacrificios humanos. Es espeluznante.
–¿Cómo surgió su interés por estos asuntos?
–Me atrae la combinación de la ciencia con la política y la ética. Hago lo que yo llamo “historia activista de la ciencia”, un tipo de investigación que sirve para analizar tanto los problemas actuales como los del pasado. La historia es útil para denunciar el presente, pero también me gusta usar el presente para desvelar la historia.
–Parece como si su curiosidad fuera interminable.
–Me sorprende que la gente no sea curiosa. Me educaron para pensar que la vida consiste en hacerse preguntas constantemente y darse cuenta de que siempre hay más cuestiones por resolver; que lo que conocemos es una parte infinitesimal de lo que podríamos saber. Me interesan los grandes interrogantes, la infinita masa de ignorancia en la que estamos sumergidos.
–¿Ha seguido usted trabajando sobre el tema del tabaco?
–He colaborado en una exposición llamada Not a Cough in a Carload –título intraducible que equivaldría a Aquí no entra ni una tos–, que recoge anuncios antiguos sobre el uso médico de los cigarrillos: que eran buenos para una zona del cuerpo, que calmaban los nervios… En aquellos carteles publicitarios se hacían afirmaciones del tipo “los experimentos científicos prueban que la marca A es mejor que la B”, o “20.000 médicos recomiendan Camel”. Para muchos de esos anuncios se empleaban atletas y modelos, y la estética era bellísima.
–¿Cómo surgió este tipo de márquetin?
–Lo inauguró la industria tabacalera. Hubo una campaña de propaganda masiva para defender el tabaco a toda costa en contra de la ciencia. Este fenómeno se dio fundamentalmente después de la Segunda Guerra Mundial, aunque hay casos anteriores: en la década de 1920, la industria del plomo comenzó una campaña para suavizar las críticas contra este metal, que estaba casi prohibido en la pintura y la gasolina. Después, en los años 30, Big Tobacco se dedicó a manipular a los consumidores para convencerles de que fumar era natural y una actividad cool. Desde entonces, la aplicación de argumentos científicos al márquetin de manera engañosa ya forma parte de la historia de la publicidad.
–Usted trabaja en campos muy diferentes. ¿Hay alguna perspectiva común que guíe sus investigaciones?
–Sigo tres principios emocionales en mi trabajo: el asombro, la compasión y la crítica. Son virtudes de distintas disciplinas que no suelen combinarse. Tradicionalmente, el asombro es propio de las disciplinas científicas. Es genial maravillarse con la grandeza del universo, recuperar la fascinación infantil, sentir el asombro ante Stephen Jay Gould y Albert Einstein. También está la virtud de la compasión, que surge al explorar la historia e interpretar el pasado para comprender la manera en que la gente lo vivió realmente. Yo he escrito dos libros sobre la medicina nazi y mi meta no ha sido sólo condenarla, sino saber cómo presentaron sus ideas y cómo se justificaron a sí mismos. Así les podemos ver como seres humanos completos y entender la profundidad de su depravación. El tercer principio es la crítica, que nos hace ver que ante todo somos humanos, y después, cosmólogos, historiadores o lo que quiera que seamos. Y debemos darnos cuenta de que hay un montón de basura en el mundo. No podemos limitarnos a disfrutar de las maravillas de la naturaleza y apoyar un statu quo en el que cada día mueren millones de personas; como humanos e intelectuales, tenemos el deber de hacer algo al respecto.
–¿Cree que deberían guiarse otros científicos por estas motivaciones?
–Yo creo que son buenos principios. Los científicos suelen estar implicados en trabajos muy concretos que son sólo pequeñas fracciones de un gran cuadro. Sus investigaciones se realizan por motivos específicos; por ejemplo, un geólogo se puede dedicar a la búsqueda de nuevos combustibles. Pero es necesario contemplar la escena completa de la realidad, porque cuando se decide financiar un tipo de investigación en vez de otra, se está tomando una opción política y social; es una decisión colectiva sobre lo que queremos considerar importante.
–¿Por qué nunca ha elegido una especialidad?
–La especialización puede ser la muerte de la investigación intelectual. Me gusta ver las cosas como un amateur, que significa, literalmente, amante. Si no amas ni odias aquello en lo que trabajas, si no juegas ni bromeas con el objeto de tu investigación, entonces no lo estás tratando de la manera apropiada. Les digo a mis alumnos que si nunca se sienten enfadados, emocionados y absorbidos por el tema de estudio que han elegido, es hora de que escojan otro diferente.
–¿Es difícil estar siempre separando la verdad de las mentiras?
–Yo no soy un escéptico, sino un pragmático. Creo que tenemos que vivir en este mundo y no podemos ser hipercríticos con todo, pues eso nos llevará a la locura. La confianza es una parte fundamental del ser humano. Creo en el sentido común de la mayoría de la gente. Aunque también hay mucha ignorancia y sinsentido común… y es casi ilimitado.
Michael Abrams
Elena Sanz
01/06/2009
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