Por Lula Gómez | Fotos: Vicens Giménez
«El filósofo debe ayudar a comprender y a plantear posibles cambios»
«Después de ver cómo se ha deteriorado la política, no pondría la mano en el fuego por nadie»
«También las listas abiertas son una ocasión de corrupción»
Victoria Camps (Barcelona, 1941) observa, piensa, filosofa y denuncia. El sosiego da rienda suelta a su capacidad crítica, aunque esta filósofa y catedrática de Ética está convencida de que la razón, por sí sola, no determina nuestro comportamiento. Sin pasión, sin sentimiento, las normas de convivencia solo funcionan en la teoría.
Se dice que la función de un filósofo es articular lo que hay que cambiar. ¿Qué cosas diría usted que hay que modificar?
Más que determinar qué hay que cambiar, creo que el filósofo debe ayudar a comprender y a plantear posibles cambios. Es la política la que tiene que cambiar las cosas, cambios que a veces no lo son tanto, sino que van dirigidos a conservar logros, como por ejemplo el del Estado de bienestar, que está en peligro de disolución, lo que significa que dejamos de pensar en políticas redistributivas.
Usted dice que hay que tener imaginación ética; saber encontrar nuevas normas y valores para sistemas nuevos. En biomedicina, por ejemplo, ¿dónde estarían los límites?, ¿hasta qué edad se podrían tener hijos?, ¿hasta qué punto fomentamos la longevidad? En Internet, donde surgen nuevas formas de relación, ¿se deberían pautar ciertas conductas?
La imaginación ética empieza por aprender a ponerse en el lugar del otro, en especial del que vive peor, del que sufre, del que es víctima de crueldades. La imaginación ética debe tener la valentía de identificar a los sujetos de la crueldad en nuestro tiempo, por ejemplo los inmigrantes y los refugiados. Los valores son los de siempre: la solidaridad, el respeto, la equidad, pero focalizados hacia esos problemas nuevos. Los ejemplos de la biomedicina o de las nuevas formas de comunicación nos sitúan también ante desafíos insólitos hace unos años: hay que poner límites para proteger la intimidad de las personas, para desactivar la tendencia a ofender y hacer daño, para utilizar las nuevas técnicas biomédicas sin mercantilizarlo todo. Esos son los límites, difíciles de determinar de una vez por todas. Hay que discutir mucho antes de tomar decisiones que posiblemente traspasan líneas rojas.
Uno de sus grandes temas es la mujer. ¿Cómo estamos de lejos para que el feminismo deje de existir, como lo dejó en su día el abolicionismo?
Tan lejos como el tiempo que nos cueste cambiar la mentalidad de los hombres y las mujeres (sobre todo de los hombres), para acabar con la violencia machista, con la falta de paridad en las instituciones y con la discriminación en el trabajo remunerado y doméstico. Son, a mi juicio, los retos que hoy tiene el feminismo activo, en los países en que la igualdad jurídica ya se ha logrado.
Usted habla de tres campos donde hay que avanzar: conseguir esa igualdad real, romper los techos de cristal y erradicar la lacra de la violencia de género. ¿Qué medidaspropone para cada una de ellas?
Soy incapaz de enumerar medidas concretas. Con respecto a la violencia de género, se han tomado medidas, pero son insuficientes. Hay que seguir proponiendo y ensayando otras, o reforzar las que hay, analizar por qué no funcionan. Muchas veces se toman medidas en el papel, pero luego no se llevan a la práctica. Con respecto a los otros campos, creo que todas las medidas que se tomen para conseguir la conciliación laboral y familiar serán pocas. Habría que concentrarse en ese objetivo y no parar hasta conseguirlo.
Hay autoras que dicen que, a pesar de los indiscutibles avances en igualdad, actualmente la mujer no sabe bien dónde está su identidad. ¿Lo comparte?
Es el hombre el que no lo sabe. La mujer se debate entre la identidad tradicional, focalizada en la maternidad, y otras identidades, especialmente las profesionales. No es que no sepa cuál es la prioritaria, es que no quiere renunciar a una de ellas en detrimento de la otra. Y eso es positivo. Por eso hay que procurar que la conciliación de ambas facetas sea posible y fácil.
Usted proclama: «Siento, luego existo» y que el pensamiento moral debe ser apasionado. ¿La pasión es buena para razonar? ¿Y la razón, buena para sentir?
Yo digo que el pensamiento moral debe ser apasionado porque, si no es así, las normas, los derechos, los valores son aceptados en teoría, pero fallan en la práctica. Lo cual no significa que los criterios morales los impongan las pasiones. El control de la razón es necesario para aprender a cultivar aquellos sentimientos adecuados para vivir bien y convivir. Por ejemplo, el miedo es un sentimiento inadecuado en ocasiones y adecuado en otras. Debemos tener miedo de perder los logros del Estado de bienestar. Lo mismo hay que decir de otros sentimientos, como la indignación, la compasión o la vergüenza.
Y continúa con un: «Los sentimientos son los que motivan el comportamiento y no la razón. Esta última idea me parece sumamente importante para la ética». ¿En qué sentido?
La distinción racional del bien y el mal es insuficiente para que lo que en teoría reconocemos como bueno y valioso luego se haga real. Nadie dirá que no hay que luchar contra las injusticias ni que matar es bueno. Sin embargo, las injusticias no desaparecen, sino que crecen, las guerras no cesan, dejamos morir a los inmigrantes. No parece que llevemos veinticinco siglos intentando convencernos de que la dignidad humana es un valor que hay que cuidar.
¿Ha cambiado la percepción de la política a partir del estallido de indignación del 15M?
Ha cambiado la exigencia, aunque no demasiado. Veremos quién acaba teniendo más votos en las próximas elecciones generales, a pesar de los desmanes y corrupciones del PP o, en Cataluña, de Convergència. Creo que ha crecido el interés por la política, la esperanza en que se puede hacer política de otra manera. Pero aquí hay que insistir en lo que decía hace un momento: los cambios se verifican en la práctica. No vale que los candidatos de Podemos insistan en que son distintos, tienen que demostrarlo cuando empiecen a actuar.
En cuanto a ética y democracia, usted denuncia que la política se ha desconectado de la realidad, que se ha hecho muy partidista y contraria al interés general, una crítica que hace extensible al PSOE. Ahora vuelve al partido para asesorar sobre ética. ¿Qué trabajo está haciendo? ¿Qué cambios debe hacer el partido para ser más ético y representar mejor a los votantes?
Si he aceptado formar parte del equipo de Pedro Sánchez para elaborar el programa electoral es porque estoy convencida de la voluntad de cambio del PSOE. Ahora bien, querer hacer algo y prometer que se va hacer no es hacerlo. Puede ser que todas las promesas de cambio en el interior del partido, en las políticas sociales, en la transparencia, etcétera, queden en poca cosa si el PSOE llega a gobernar. Después de ver cómo se ha deteriorado la política, yo no pondría la mano en el fuego por nadie. Pero creo en el valor de la socialdemocracia y creo también que quien puede encarnarlo mejor es el socialismo. Por eso apoyo a los socialistas.
Además de pedir un cambio en la ley electoral o la inclusión de listas abiertas, habla de apelar a la responsabilidad personal, a los ciudadanos. ¿A qué se refiere?
Las leyes, por sí solas, no producen cambios en las actitudes de las personas que tienen que aplicarlas. Tenemos cantidad de leyes, que son buenas, pero o no se aplican o se aplican mal. Las listas abiertas, por ejemplo, son una medida que, en teoría, debiera acercar más al político al ciudadano. ¿Conseguirán hacerlo, en el caso de que algún día tengamos listas abiertas? Depende. También las listas abiertas son una ocasión de corrupción.
Le cito: «Es verdad que se ha mantenido un modelo social en Europa, el Estado de bienestar, defendido por la izquierda. Pero una vez conseguido, hay que sostenerlo, y la izquierda no sabe cómo hacerlo. Hay alternativas que habría que considerar. A mí la que más me convence hasta ahora es la llamada economía del bien común que promueve Christian Felber». ¿Lo entenderán las empresas? ¿Lo asumirán los partidos, estrechamente vinculados a las corporaciones?
Estamos en lo mismo. Veo la propuesta de una «economía del bien común», de Christian Felber, como un modelo viable… Si las empresas quieren que lo sea. Una economía más cooperativa no puede imponerse por ley. Podrían tomarse algunas medidas, por ejemplo para limitar los sueldos de los altos directivos y corregir desigualdades, pero dudo que nadie se atreva a ir por ahí. Tendría que ocurrir que la economía cooperativa acabara siendo reconocida como la más favorable a los ideales de equidad sobre la base del ejemplo proporcionado por empresas que se adhieran a ella, la practiquen y obtengan buenos resultados económicos. No es imposible.
Decía en una entrevista: «No creemos en la educación», que es a largo plazo y que, por lo tanto, no da réditos electorales. ¿Es así? ¿Y creemos en una educación cívica?
No creemos en el valor de la educación, porque, si creyéramos que merece la pena educar, invertiríamos más en educación y discutiríamos más sobre cómo hay que educar y quién tiene esa responsabilidad. Yo siempre digo que la educación cívica es el mínimo común ético que hay que exigirle a la ciudadanía. No es difícil decidir en qué consiste ser cívico (por lo menos, sabemos muy bien qué es ser incívico), lo complicado es cómo inculcar las virtudes cívicas. Si solo se encarga de ello la escuela y ni la familia ni el resto de agentes sociales, políticos o los medios de comunicación asumen esa responsabilidad, se consigue muy poco.
En ese mismo espacio, comentaba que educar es ir contracorriente, es ir contra el consumismo, contra el mundo que nos imponen. Si fuera ministra de Educación, ¿qué clases y temas pondría para saber nadar en contra?
No seré nunca ministra de Educación, por suerte. Lo que puedo decir es que no creo que educar bien sea solo proponer un currículo adecuado. La educación moral es una cuestión práctica, se aprende con el ejemplo. Por eso es tan complicado inculcar valores éticos cuando la realidad no los enseña y hay que ir contracorriente.
Usted recordaba una cita del responsable de la BBC que apuntaba que él quería que la televisión cambiara los gustos de las personas. Si fuera ministra de Medios o directora de una televisión pública, ¿cómo formularía la parrilla?, ¿quién la pagaría y cómo?
Una televisión pública no puede responder solo a «lo que quiere la gente». Tiene que tener criterio sobre qué es dar un servicio público en algo tan elemental como un informativo. Y también en el entretenimiento. ¿Qué habría que hacer? Para empezar no competir con las televisiones privadas y, en cambio, ofrecer aquello que el público necesita (por ejemplo el público infantil), y la empresa privada no ofrece. Si no es así, no tenemos por qué financiar con dinero público ninguna televisión.
Publicado en ETHIC
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